El eterno retorno de los pozos salteños

Una crónica sobre el arte de tapar huecos que se destapan solos

En Salto, hay tradiciones que trascienden el mate en las termas en verano, el asado en la costa y las discusiones futboleras. Una de ellas, quizás la más democrática y persistente, es la reaparición puntual de los pozos en nuestras calles cada vez que se larga la primera lluvia de consideración. No importa el color político de turno ni las promesas de campaña: los baches salteños son una constante que desafía gobiernos, presupuestos y hasta las leyes de la física.

Lo curioso del asunto no es que tengamos calles en mal estado —eso, lamentablemente, es moneda corriente en buena parte del país— sino la admirable regularidad con que las reparaciones realizadas por la Intendencia desaparecen apenas el cielo se pone generoso. Uno podría pensar que el material utilizado para tapar los pozos tiene alguna propiedad especial, una suerte de alergia al agua de lluvia que lo hace evaporarse o, en el mejor de los casos, disolverse como azúcar en el mate.

El ciclo es tan predecible que ya forma parte del paisaje urbano: aparece un pozo, los vecinos reclaman, llega la cuadrilla municipal con pala y asfalto en mano, se tapa el hueco con solemnidad de quien construye para la posteridad y, a los pocos días o semanas —según la suerte climática— el bache reaparece, generalmente más grande y profundo que su versión original. Es el eterno retorno de Nietzsche aplicado al mantenimiento vial.

Un problema sin color partidario

Lo más llamativo del fenómeno es su imparcialidad política. Administraciones de todos los signos han protagonizado este mismo ritual: unos tapan, llueve, se destapa, otros tapan, llueve, se destapa. Es una danza que se repite con la precisión de un reloj suizo, solo que en lugar de marcar las horas, marca la ineficiencia acumulada década tras década.

Hay quienes, con cierta nostalgia, recuerdan épocas en que las calles salteñas eran el orgullo de la región. Aquellos tiempos en que el asfalto se colocaba pensando en que duraría, en que la obra pública era sinónimo de calidad y no de parche urgente. Pero eso, para muchos salteños menores de cuarenta, suena más a leyenda urbana que a realidad vivida.

La economía del despilfarro

Acá es donde la ironía se vuelve amarga como mate sin azúcar. Porque mientras las autoridades se quejan —con razón— de presupuestos ajustados y recursos escasos, persisten en aplicar una metodología de reparación que garantiza el desperdicio: tapar mal para tener que volver a tapar pronto. Es como pretender calmar el hambre comiendo pochoclo: por un rato calma, pero al final te queda más hambre que antes.

Los números, aunque nadie se anima a mostrarlos públicamente, deben ser elocuentes. ¿Cuánto se gasta anualmente en tapar los mismos pozos una y otra vez? ¿Cuántas cuadrillas se movilizan para reparar lo que hace seis meses ya habían «reparado»? ¿Cuánto combustible, cuántas horas de trabajo, cuánto material se tiran a la basura cada vez que una lluvia borra el trabajo de semanas?

La pregunta que cualquier vecino con dos dedos de frente se hace es simple: ¿no sería más barato, más eficiente y más digno hacer las cosas bien de entrada? Invertir en un bacheo de calidad, con materiales apropiados, con técnica adecuada, con control de obra que no sea una formalidad burocrática. Reparar la base del asfalto cuando corresponde, en lugar de esperar a que el deterioro sea tan grave que requiera obra mayor.

El costo oculto de la mediocridad

Pero hay algo más en juego que el simple desperdicio de recursos públicos. Está el desgaste de los vehículos —amortiguadores, cubiertas, alineación— que los salteños asumen como un impuesto no escrito por vivir acá. Está el riesgo de accidentes, especialmente para motos y bicicletas que encuentran en cada pozo una trampa potencial. Está la imagen de una ciudad que no se cuida, que no se respeta, que parece haber naturalizado la mediocridad como estándar aceptable.

Y está, también, el mensaje implícito que se envía: que acá las cosas se hacen así, mal y rápido, porque para qué esforzarse en hacer algo duradero. Que el «mientras aguante» es filosofía de gestión. Que el vecino que reclama está pidiendo demasiado si espera que un arreglo dure más que una tormenta.

¿Será tan difícil?

Uno se pregunta si realmente es tan complejo hacer un bacheo que resista. Otras ciudades del país lo logran. Pueblos más chicos que Salto tienen calles en mejor estado. ¿Será cuestión de presupuesto? ¿De capacitación técnica? ¿De voluntad política? Probablemente sea un poco de todo, pero sobre todo parece ser cuestión de no darse cuenta —o no querer darse cuenta— de que la «solución» aplicada hace décadas es, en realidad, el problema.

Hay algo profundamente frustrante en ver cómo, año tras año, gobierno tras gobierno, se repite la misma película. Como si no hubiera memoria institucional, como si cada nueva administración estuviera condenada a cometer los mismos errores, a gastar mal los mismos recursos, a decepcionar a los mismos vecinos.

Una propuesta modesta

Quizás sea hora de que alguien en la Intendencia se tome un cafecito y haga las cuentas. Que compare lo que se gasta tapando mal los mismos pozos cinco veces contra lo que costaría taparlos bien una sola vez. Que consulte con quienes saben de pavimentación cómo se hace un trabajo que dure. Que visite otras ciudades para ver qué están haciendo diferente.

No hace falta inventar la pólvora. La tecnología existe, los materiales están disponibles, las técnicas están probadas. Lo que falta es decisión. Decisión de romper con el círculo vicioso del parche y el pozo, del tapar y destapar, del gastar mal para tener que volver a gastar.

Los salteños no pedimos calles de Fórmula 1. Pedimos calles normales, transitables, que no se conviertan en campo minado cada vez que llueve. Pedimos que los impuestos que pagamos se inviertan con un mínimo de criterio y previsión. Pedimos, en definitiva, que las autoridades se tomen el trabajo en serio.

Mientras tanto, seguiremos esquivando pozos, llevando el auto al mecánico, y preguntándonos cuándo, algún día, alguien en el gobierno municipal tendrá esa revelación tan simple como necesaria: que hacer las cosas bien, desde el principio, no es un lujo, es sentido común.

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